Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.

Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.
Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.

martes, 18 de febrero de 2014

Confesión

Me confieso culpable de entender más a los animales
que a las personas, de solazarme días enteros ociosamente mirando pasar las nubes mientras el mundo trabaja y trabaja, de haber tenido serios deseos de matar a unos cuantos, de no ser rápido para tomar decisiones y pasar como un tontazo cuando no entiendo lo que hablan a mi alrededor, por ejemplo, la teoría literaria, el índice dow jones, la ley de educación, etc.
De no haber aprendido a pintar para evadirme con
el furor o la tristeza de los colores de aburrirme soberanamente, de desconfiar de los alumnos que pretendan ser más imbéciles que yo.
De no haberme fugado de casa cuando chico y haber vuelto unos cuantos años después convertido en
prestidigitador o en trapecista.
De no abrazar ninguna religión más que la naturaleza y su poesía viva, de llorar cuando al alma le venga en gana aunque últimamente eso ya no esté de moda
de tener pocos amigos y muchos amores idos
de soñarme a veces Don Quijote, Minotauro, Atila o
la hetaira más hetaira, de la gran decadencia griega,
de jamás ofrecer la otra mejilla sin antes sacar
el arma que siempre llevo conmigo, de haber declinado con el hachís porque es tan difícil conseguirlo.
De no saberme bonachón, ni estable, ni dócil,
de creer en el delirio, en la insania, en el caos
de no ser inteligente, ni sagaz, tanto como
despistado amnésico y abúlico, de haber sido feliz solo hasta la adolescencia.
De que los demás me confundan conmigo cuando en
realidad me he pasado la vida sin encontrarme,
de haber abandonado mi familia y ser incapaz de
convivir con alguien, de hablar solo, o con los perros, o con la lluvia o con los muertos, de detestar el trabajo con horarios tanto como los pésames y las condecoraciones del gusto por abandonarme en mi hamaca y repasar inútilmente en ella la película de mi vida, de haber deseado muchas veces que un enorme enorme meteorito se estrelle contra la tierra y ¡zas! todo (y todos) quedemos convertidos en pavesas, en polvillo del universo.
De amar a Emily a Charles a Kavafi, a Dalí,
de haber preferido ser un gusano en el buen sentido y apetito de la naturaleza,
de haber llegado a los cuarenta y seguir vivo usurpando el oxígeno que otro aprovecharía mejor,
de no saber engañar a los demás (que de mí me encargo yo), de aullarle a la luna y querer ser una sombra nada más...
en fin, que soy culpable, culpable de sentirme
débil, olvidado, ajeno, prestado, presa de dichas y desdichas, aquí, entre todos ustedes, cuando aún (dicen) puedo dar la cara, pues una vez me haya ido ni del hedor mío podré sentirme culpable.





Hernán Vargascarreño.




 

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