Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.

Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.
Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Tiene gracia

Tiene gracia: no te mata el fuego, sino el humo.
Ahí estás, aporreando las ventanas, subiendo las escaleras
de tu casa en llamas, cada vez más arriba, intentando escapar, huir, con la esperanza de evitar el incendio.
Quizá logres sobrevivir al fuego, pero mientras tanto
te vas asfixiando, los pulmones se te llenan lentamente de humo, ahí estás, esperando a que los horrores lleguen
de fuera, de la mano de un desconocido, del exterior,
pero entretanto vas muriendo poco a poco por falta de oxígeno, desde dentro.
Te compras una pistola (para protegerte, aseguras) y esa
misma noche te desplomas de un infarto.
Pones candados en las puertas. Pones barrotes en las ventanas.
Pones una verja alrededor de la casa. Te llama el médico:
«Es cáncer», dice.
Mientras nadas frenéticamente hacia la superficie huyendo
de un temible tiburón, sufres síndrome de descompresión y te ahogas.
Un soleado día de Año Nuevo decides volver a ponerte en
forma. «De este año no pasa», te dices. Ha llegado el momento de volver a empezar, de renacer. De hacerte más fuerte, más duro. A la mañana siguiente, en el gimnasio, al comenzar la tercera serie de pesas de banco, te da un calambre en el bíceps las pesas se te caen en el cuello y te parten la tráquea. No puedes gritar. Se te pone la cara morada. Te fallan los brazos. En un póster colgado en la pared ves las últimas palabras que leeras antes de que
se te cierren los ojos y la oscuridad te envuelva
para toda la eternidad:
¿cuánto vas a quemar hoy?
Tiene gracia.


Shalom Auslander. 





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