Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.

Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.
Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.

domingo, 16 de marzo de 2014

Domingo

Nunca ocurre nada los domingos.
Nunca encuentras un nuevo amor en domingo.
Es el día de los infelices.
Día de pensión o día de familia.
Las horas más dolorosas de la amante
cuando se imagina a su amado
con sus hijos en las rodillas
mientras su mujer, sonriente,
entra y sale con tentadoras bandejas.
Un día maldito.


Alguna vez tuvo que haber sido diferente.
¿Por qué si no tendríamos todos
que esperar con ansias el domingo durante toda la semana?.
¿Quizá cuando íbamos a la escuela?
Pero ya entonces las campanas sonaban
compungidas y grises como lluvia y muerte.
Ya entonces las voces de los adultos
eran débiles e insonoras como si buscasen a tientas

y en vano las palabras dominicales.

El olor a humedad y a pan mohoso,
a sueño, botas de goma y achicoria
ya subía entonces por la escalera y la calle,

que estaba dura, vacía y diferente
de una manera desolada. ­
El olor dominical nos forraba
con la gruesa capa de la decepción
que sigue a una expectativa
sin meta específica.


Pero, entonces ¿cuándo? En un lugar anterior a la memoria hubo felicidad,
una expectativa irresistible que todavía nadie
había sido capaz de defraudar.
Entonces las campanas significaban que papá

estaba en casa, el bigote, las negras cejas
y el olor a tabaco mascado estaban allí
y allí quedaban, en un lugar cercano,
y quizá la risa de tu joven madre
sonaba más alegre que los otros días.


Es domingo. Tú nunca encontrarás
un nuevo amor ese día.
Estás sentada en el cuarto de estar
apabullada y rígida como una figura de cartón
a los ojos de los niños.
Escarban con los pies y se pelean sin energía.
«Deberíamos hacer algo», dices.
«Sí», dice una voz detrás del periódico.
Entonces os calláis los dos, porque todo lo que tenéis ganas de hacer es oculto y secreto,
y sería inaceptable para el otro.


Las campanas de la iglesia suenan.
Las narices de los niños se llenan de
desesperanzado olor heredado.
Sobre sus dulces rostros se desliza
una fealdad pasajera.

Una luz marchita nace en sus ojos.

Pero todos esperamos el domingo
toda la semana, toda nuestra vida,
esperamos la ilusión de cientos
de largos domingos vacíos, agotadores.
Día familiar, día de pensión,
el infierno de los amantes secretos.
Ese día en que la nauseabunda grisura

de los adultos impregna a los niños
y establece la incomprensible melancolía
dominical de los años venideros.

 

Tove Ditlevsen.




 

 

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