No del dolor orgánico -confío-,
que habría de saber paliar químicamente
un par de amigos míos secuaces de Galeno.
No por miedo al rigor de una sentencia
pronunciada en castigo de presuntos pecados,
-que ese juicio es invento pueril del pueril hombre-.
Ni tampoco en virtud del narcisismo romo
que a otros aferra al clavo de cualquier trascendencia.
No tal. Mucho peor la razón de mi aullido,
y más inconsolable y más abrumadora.
Yo moriré gritando la rabia de perderte,
el dolor medular de saber que me aguarda
una infinita nada por un tiempo infinito
no viviendo un no tú para nunca jamás.
No hay nada peor que eso. Turbaré de alaridos
la gravedad ridícula de todos los estoicos,
la pacata sonrisa de los reconfortados,
la dignidad estéril de los que nada esperan.
No será edificante, lo sé. Tendrán que atarme,
ponerme una mordaza para que no se asusten
los niños y que puedan los vecinos dormir,
y desearán que deje de gritar, que me muera
de una maldita vez. No será un buen ejemplo,
ciertamente.
Pero ellos no te aman como yo,
ni sabrán que en mis gritos yo te estaré entregando
a golpes de laringe el amor que aún me quede,
por no llevarme nada a donde tú no estés.
Javier Velaza.
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