Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.

Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.
Se deja de querer, y es como el ciego que aún dice adiós, llorando, después que pasó el tren.

lunes, 31 de marzo de 2014

Lista negra

Listado de cosas tristes:


La última galleta de la caja;

Los domingos por la mañana;

El color azul;

Los ojos que me miran desde el espejo;

Los trenes en los que no vienes;

La despedida en la peli de los puentes;

El sonido del erhu que toca el chino en la Gran Vía;

Los abrazos al aire;

El flan de vainilla sin caramelo;

El canto de la única ballena que se lamenta a 52 Hz;

Los muñecos de nieve sin nariz;

Llorar estando sola;

Un niño despidiéndose de una caja ocupada (y esto no lo puedo , no lo sé perdonar).

 

 

El Lu.








domingo, 23 de marzo de 2014

Eres un buen momento para morirme


Amaneciendo y anocheciendo
a un mismo tiempo,
cariño, ¿no es ésta la forma
en que te gustaría vivir?
En mi cabeza hay un álbum
de fotos amarillentas
y lo voy completando con mis ojos,
con los más leves ruidos,
atrapando olores en el aire
y en cada sueño que sueño.
¿Sabes una cosa, pequeña?
La última página de mi álbum
tiene tu boca lluviosa mordiéndome un labio,
un disco de rock’n’roll
y calcetines de colores.
Mis ojos han sido rápidos,
te he hecho el amor con la ropa puesta
a través de una
larga pajita dorada
mientras cruzabas la calle
con el cabello ardiendo.
Pero ahora son tus pies
quienes dan mis pasos,
¡así que no te equivoques
pues me caería!
Te bebo en cada vaso de agua
que sacia mi sed,
mis palabras son claras como niños pequeños
o espesas como semen empapando cortinas,
pero hoy tengo que inventar
un nuevo idioma
para conversar con tus tiernos maullidos eléctricos
y los gritos de euforia
de la gente que vive en tu cabeza.
Debes saber que a veces
soy como un entierro interminable,
siempre triste y azul
subiendo y bajando
por la misma calle.
Pero otras veces soy un río de risa
corriéndome por toda la ribera,
haciendo el amor a la mar,
una felicidad contagiosa,
un revólver de amor, nena,
y voy a disparar justo a tu corazón
¡bang, bang!
¿te di?
Quiero arrollarte, enrollarte y arrullarte,
montaña de aguardiente
y tarde rojiza.
Eres un buen momento para morirme.

 

 

 Félix Francisco Casanova.


















sábado, 22 de marzo de 2014

Autoretrato a los veinte años.

Me dejé ir, lo tomé en marcha y no supe nunca 

hacia dónde hubiera podido llevarme.

Iba lleno de miedo, se me aflojó el estómago

y me zumbaba la cabeza: 

yo creo que era el aire frío de los muertos. 

No sé. Me dejé ir, pensé que era una pena 

acabar tan pronto, pero por otra parte 

escuché aquella llamada misteriosa y convincente. 

O la escuchas o no la escuchas, y yo la escuché 

y casi me eché a llorar: un sonido terrible, 

nacido en el aire y en el mar. 

Un escudo y una espada.

Entonces, pese al miedo, me dejé ir,

puse mi mejilla junto a la mejilla de la muerte. 

Y me fue imposible cerrar los ojos y no ver 

aquel espectáculo extraño, lento y extraño, 

aunque empotrado en una realidad velocísima: 

miles de muchachos como yo, lampiños 

o barbudos, pero latinoamericanos todos, 

juntando sus mejillas con la muerte.

 

 

Roberto Bolaño.







viernes, 21 de marzo de 2014

Partes del todo

Allí, en cada parte, se encierra el todo,

en cada molécula de lluvia

se lee el próximo diluvio,

en los cerrojos oxidados

el azufre y el plomo de la soledad,

y en esa ínfima parte de tus poros

se ocultan las caricias

que nos prohibimos.




Aldo Luis Novelli.










jueves, 20 de marzo de 2014

Poética

No, no es ésta una poesía

sino la mala vida, ¡joder!,

esa costumbre de no llegar

hasta el final de nada.

 

 

Violeta C. Rangel.




miércoles, 19 de marzo de 2014

Lluvia en Viceversa

A pesar de mis cuatro prendas gastadas,
de mis suelas flacas, de mis dientes rotos,
a pesar de estos alimentos pocos,
de estas deudas recias de arena y leones,
de los mismos miedos, y los mismos medios,
y la misma esperanza que Haití,
vivo en la abundancia de tenerte.

A pesar de escuchar a las ratas respirar
sobre el respiradero, de esta era fantoche,
de este cáncer de hiel, de este truño civil,
a pesar de esta polis sin basureros,
y de este chucho albaicinero
que me lame la boca y no me deja dormir,
vivo en la elegancia de amanecer contigo.

A pesar de toda la impolítica que nos hunde,
de la soledad de nuestros poderes,
a pesar de esta furcia sociedad por/para diseñadores,
de esta pandemia en las almas,
de este apropósito en nuestros destinos,
de estos cráneos abiertos porque se manifiestan,
vivo en la importancia de que me quieras,
en la inmunidad de saber tu nombre.

 

 

Lluís Pons Mora.










lunes, 17 de marzo de 2014

A pesar de todo

Aunque te escupan
te pisen, te cuelguen, te nieguen;
aunque te ofrezcan al paso de los trenes,
miénteles siempre
con la verdad.

 

 

Debris Ankudovich.




domingo, 16 de marzo de 2014

Domingo

Nunca ocurre nada los domingos.
Nunca encuentras un nuevo amor en domingo.
Es el día de los infelices.
Día de pensión o día de familia.
Las horas más dolorosas de la amante
cuando se imagina a su amado
con sus hijos en las rodillas
mientras su mujer, sonriente,
entra y sale con tentadoras bandejas.
Un día maldito.


Alguna vez tuvo que haber sido diferente.
¿Por qué si no tendríamos todos
que esperar con ansias el domingo durante toda la semana?.
¿Quizá cuando íbamos a la escuela?
Pero ya entonces las campanas sonaban
compungidas y grises como lluvia y muerte.
Ya entonces las voces de los adultos
eran débiles e insonoras como si buscasen a tientas

y en vano las palabras dominicales.

El olor a humedad y a pan mohoso,
a sueño, botas de goma y achicoria
ya subía entonces por la escalera y la calle,

que estaba dura, vacía y diferente
de una manera desolada. ­
El olor dominical nos forraba
con la gruesa capa de la decepción
que sigue a una expectativa
sin meta específica.


Pero, entonces ¿cuándo? En un lugar anterior a la memoria hubo felicidad,
una expectativa irresistible que todavía nadie
había sido capaz de defraudar.
Entonces las campanas significaban que papá

estaba en casa, el bigote, las negras cejas
y el olor a tabaco mascado estaban allí
y allí quedaban, en un lugar cercano,
y quizá la risa de tu joven madre
sonaba más alegre que los otros días.


Es domingo. Tú nunca encontrarás
un nuevo amor ese día.
Estás sentada en el cuarto de estar
apabullada y rígida como una figura de cartón
a los ojos de los niños.
Escarban con los pies y se pelean sin energía.
«Deberíamos hacer algo», dices.
«Sí», dice una voz detrás del periódico.
Entonces os calláis los dos, porque todo lo que tenéis ganas de hacer es oculto y secreto,
y sería inaceptable para el otro.


Las campanas de la iglesia suenan.
Las narices de los niños se llenan de
desesperanzado olor heredado.
Sobre sus dulces rostros se desliza
una fealdad pasajera.

Una luz marchita nace en sus ojos.

Pero todos esperamos el domingo
toda la semana, toda nuestra vida,
esperamos la ilusión de cientos
de largos domingos vacíos, agotadores.
Día familiar, día de pensión,
el infierno de los amantes secretos.
Ese día en que la nauseabunda grisura

de los adultos impregna a los niños
y establece la incomprensible melancolía
dominical de los años venideros.

 

Tove Ditlevsen.




 

 

viernes, 14 de marzo de 2014

Casada

En el hombro la herida me latía
como un segundo corazón. Si a ella
le dolía también, no me lo dijo.
La puerta se cerró. Por un momento
nos abrazamos, y eso era la vida.
Pero volvió el dolor, volvió la niebla
sobre mis ojos y frente a mis labios.
Y volverían dudas y reproches,
y la herida del hombro, y su marido.

 


Luis Alberto de Cuenca.





 

jueves, 13 de marzo de 2014

Corazón

Desperté y un corazón latía al otro lado de la cama, estaba oscuro y acerque mis manos hasta él. Estaba tibio y pesaba apenas algo.

Y sentí miedo de aplastarlo, tuve miedo de dañarlo, con delicadeza toque las venas, el tejido y me dieron ganas de besarlo.

Lo acerque hasta mi boca, le susurré palabras que ahora no entiendo, lo cubrí de besos y lo contemplé.

No pude evitar llorar, mis lágrimas corrían hasta mi barbilla y de a poco tocaban al corazón.

En un instante se había vuelto tan pesado y yo quería colocarlo donde nadie le pudiera causar dolor.

Cerré los ojos y me entregué a su ritmo, al embriagante latido.

Escuché al corazón suspirar profundo y abrí los ojos… había desaparecido, ya no estaba. Dejó mis manos vacías, dejó mi pecho abierto, dejó un eco que retumba entre mis dedos.

Latidos en mis manos de un corazón perdido.

A veces cierro los ojos y lo siento dentro, perdido.

A veces lo toco en algún pecho ajeno.

A veces me llora quedito y me empapa las mejillas…

Es que yo amo los latidos de un corazón perdido, de un corazón de otro tiempo.

 

 Mercedes Reyes Arteaga












miércoles, 12 de marzo de 2014

Tiene gracia

Tiene gracia: no te mata el fuego, sino el humo.
Ahí estás, aporreando las ventanas, subiendo las escaleras
de tu casa en llamas, cada vez más arriba, intentando escapar, huir, con la esperanza de evitar el incendio.
Quizá logres sobrevivir al fuego, pero mientras tanto
te vas asfixiando, los pulmones se te llenan lentamente de humo, ahí estás, esperando a que los horrores lleguen
de fuera, de la mano de un desconocido, del exterior,
pero entretanto vas muriendo poco a poco por falta de oxígeno, desde dentro.
Te compras una pistola (para protegerte, aseguras) y esa
misma noche te desplomas de un infarto.
Pones candados en las puertas. Pones barrotes en las ventanas.
Pones una verja alrededor de la casa. Te llama el médico:
«Es cáncer», dice.
Mientras nadas frenéticamente hacia la superficie huyendo
de un temible tiburón, sufres síndrome de descompresión y te ahogas.
Un soleado día de Año Nuevo decides volver a ponerte en
forma. «De este año no pasa», te dices. Ha llegado el momento de volver a empezar, de renacer. De hacerte más fuerte, más duro. A la mañana siguiente, en el gimnasio, al comenzar la tercera serie de pesas de banco, te da un calambre en el bíceps las pesas se te caen en el cuello y te parten la tráquea. No puedes gritar. Se te pone la cara morada. Te fallan los brazos. En un póster colgado en la pared ves las últimas palabras que leeras antes de que
se te cierren los ojos y la oscuridad te envuelva
para toda la eternidad:
¿cuánto vas a quemar hoy?
Tiene gracia.


Shalom Auslander. 





martes, 11 de marzo de 2014

El desayuno

Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
«Tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno».

 



Luis Alberto de Cuenca. 







lunes, 10 de marzo de 2014

El peso

La casa se quedó pequeña
y me pesaba hasta el alma,

me pesa.

Despienso si llamo y no contesta,

me paro, dudo y sigo

caminando de acá para allá,

preguntándome adónde ir

si tengo escarcha en la garganta

y en la frente una marca de carmín.

Feroz contra el mundo

besos, dentelladas,humo;                             

(ni tanto supuso

ni me queda sabor a nada).

Todavía me consuela un poco

la autodestrucción de los versos

este no saber distinguir

la realidad y el deseo

lecciones mal aprendidas

(soñar sale muy caro)

(pedir perdón o pedir permiso)

(no olvidar las agallas para bucear la vida)

y sin desmerecer del todo a la esperanza

llamo y espero que suene

una, quizás dos veces,

y contestes,

mi querida.

 

 

Roberto Terán.






domingo, 9 de marzo de 2014

La chica más guapa de la ciudad

Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una maquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.

Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no se sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: “No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas… todo fachada y nada dentro…” Tenía un carácter rayando la locura; un carácter que algunos calificaban de locura.
Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza, parecía por el contrarío, realzarla.
Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento. Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo que ver con el asunto.
- ¿Tomas algo?
- Claro, ¿Por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era sólo el sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión. Le gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad, pero de todos modos le sirvieron. Quizás hubiese falsificado el carnet de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No sólo era la mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
- ¿Crees que soy bonita?- preguntó.
- Sí, desde luego. Pero hay algo más… algo más que tu apariencia…
- La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
- Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creía que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo. Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado, justo sobre las ventanillas. Sentía repugnancia y horror.
Ella me miró y se echó a reír.
- ¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el encargado, habían observado la escena. El encargado se acercó.
-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus exhibiciones.
- ¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
- Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
- No te preocupes -dije yo.
- Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera con ella
- No -dije-, a mí me duele.
- ¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?
- Sí, me duele, de veras.
- De acuerdo, no lo volveré a hacer. Ánimo.
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual. Quizás algún hombre, algo acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
- ¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
- Por la mañana -dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par de cafés y le llevé uno a la cama. Se echó a reír.

- Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.
- No hay problema -dije-. En realidad no tenemos por que hacerlo.
- No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco. Se fue al baño. Salió enseguida, realmente maravillosa, largo pelo negro resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor… Se desperezó sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.
- Ven, amor.

Fui.

Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo. Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y prieta. Empecé a moverme despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.
- ¿Cómo te llamas? -pregunté.
- ¿Qué diablos importa? -preguntó ella.
Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil olvidarla. Yo no trabajaba y dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el periódico. Cuando estaba en la bañera, entro ella con una hoja: una oreja de elefante.
- Sabía que estabas en la bañera -dijo-, así que te traje algo para tapar esa cosa, hijo de la naturaleza.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.
- ¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
- Lo sabía.
Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma hora, pero raras veces fallaba, y traía la hoja de elefante. Y luego hacíamos el amor.

Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea pagando la fianza.

- Esos hijos de puta – decía-, sólo porque te pagan unas copas creen que pueden echarte mano a las bragas.
- La culpa la tienes tú por aceptar la copa
- Yo creía que se interesaba por mí, no sólo por mi cuerpo.
- A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver más allá de tu cuerpo.

Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví. No había olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además yo tenía ganas de ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
- Vaya, cabrón, has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nuca la había visto así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Sólo se podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
- Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza….
- No, no seas tonto, es la moda.
- Estas chiflada.
- Te he echado de menos -dijo
- ¿Hay otro?
- No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora hago la vida. Cobro diez billetes. Pero para ti es gratis.
- Sácate esos alfileres.
- No, es la moda.
- Me hace muy desgraciado.
- ¿Estás seguro?
- Sí, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el bolso.
- Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien sabes que es por otra cosa.
- Vale -dije-, tengo mucha suerte.
- No quiero decir que seas feo. Sólo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara fascinante.
- Gracias.
Tomamos otra copa.
- ¿Qué andas haciendo? -preguntó.
- Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
- A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
- No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un fastidio.
- Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso
Salimos juntos, por la calle, la gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa, quizá más que nunca.
Fuimos a casa y abrí una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí, siempre nos era fácil hablar. Ella hablaba un rato yo escuchaba y luego hablaba yo. Nuestra conversación fluía fácil sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa…, de aquella manera que sólo ella podía reírse. Era como el gozo del fuego. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quito aquel vestido del cuello alto y lo vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el cuello. Era grande y ancha.
- Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije desde la cama
- Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujo y se echo a reír:
- Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto no quieren hacerlo. Yo me quedo los diez. Es muy divertido.
- Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, zorra, te amo… deja de destruirte; eres la mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo y negro tendido bajo mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor lento y sombrío y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me zarandeó.
- ¡Arriba, cabrón! ¡Chapúzate con agua fría la cara y la polla y ven a disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena. Había otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta, sentadas en los bancos, discutiendo ventas de fincas dejadas por maridos asesinados mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos muchos. Era agradable simplemente estar juntos. Compré bocadillos, patatas fritas y bebidas y nos sentamos a beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que hacer el amor. Era como fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y preparé la cena. Después de cenar, sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó mucho rato mirándome y luego dijo lentamente “NO”. La llevé de nuevo al bar, le pagué una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré un trabajo como empaquetador en una fabrica y trabajé todo lo que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas. Cuando estaba ya bastante borracho, me vio el encargado.
- Siento lo de tu amiga.
- ¿El qué? -pregunté.
- Lo siento. ¿No lo sabías?
- No
- Suicidio, la enterraron ayer.
- ¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a otro. ¿Cómo podía haber muerto?
- La enterraron las hermanas
- ¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
- Se cortó el cuello.
- Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la chica más guapa de la ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de pensar que debería haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel “NO”. Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella. Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino, bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes. Dejé la botella y aullé “¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!”.
Y seguía avanzando la noche y yo nada podía hacer.




  Charles Bukowski.







¿Fue como beso o como llanto?

¿Fue como beso o llanto?

¿Nos hallamos con las manos, buscándonos a tientas, con los gritos, clamando, con las bocas que el vacío besaban?

¿Fue un choque de materia y materia, combate de pecho contra pecho, que a fuerza de contactos se convirtió en victoria gozosa de los dos, en prodigioso pacto de tu ser con mi ser enteros?

¿O tan sencillo fue, tan sin esfuerzo, como una luz que se encuentra con otra luz, y queda iluminado el mundo, sin que nada se toque?.





Pedro Salinas.






viernes, 7 de marzo de 2014

Atajo

Si no buscas,

encuéntrame.

 

 

Carlos Vitale.




A veces

A veces no hago el amor contigo
Ocurre que tu cuerpo me rescata

(un cuchillo ignora su importancia, su
tremenda importancia)

de la soledad que la piel impone

(tener filo condiciona seriamente)

a mi sangre. Y se vierte o escapa

no sé qué marea, acaso antigua.

Mundo.

No. A menudo no es contigo con quien

hago el amor.



Julieta Valero.




 

jueves, 6 de marzo de 2014

Ars Magna

Qué es la magia, preguntas

en una habitación a oscuras.

Qué es la nada, preguntas,

saliendo de la habitación. 

Y qué es un hombre saliendo de la nada 

y volviendo solo a la habitación.

 

 

 Leopoldo María Panero.






 

miércoles, 5 de marzo de 2014

Sombra

- ¿Y esa luz?

- Es tu sombra.

 

 

Dulce María Loynaz.







Aquilón

Me conformo con que el viento pare de una puta vez,
porque se me cuela el frío por la boca,
y se me mueven las palabras, 
y se me asustan las ideas.
No hay forma de no llorar con los ojos tan llenos de arena.




El Lu.





martes, 4 de marzo de 2014

Lo que no se dice

Si, es verdad que mi voz te esconde

y no te nombra.

Entre tanto, estás en mí

y mi silencio te aulla

como ráfagas de viento en la noche.

 

 

Vazkar.






Constelación de las Pléyades en tu cara

En la noche cuando todos duermen los noctámbulos viven, bucean entre las palabras que los que ya han vivido dejaron olvidadas, Frederic ansiaba que llegara la noche para embeberse de sus pensamientos, llevaba tres meses acechando en su muro, sabía como pensaba, como sentía, incluso que aspecto tenía pero no se atrevía a pedirle amistad, la invisibilidad de la noche le hacía sentirse seguro, a lo más que llegaba era a poner 'me gusta' de forma tímida, se pasaba horas escrutando entre sus publicaciones, leyendo sus comentarios y contemplando la cara pecosa de su foto de perfil, nunca se le habían dado muy bien las relaciones, era un hombre solitario y celoso de su intimidad por lo que podía fabular y vivir cada noche como una historia nueva.




Lola Poveda.





 

domingo, 2 de marzo de 2014

Tú y yo

Yo soy de rock
tú eres de pop,

yo soy de montaña
tú eres de playa,

yo soy de casa
tú eres de salir,

yo soy de carnes
tú de vegetales,

yo soy de pueblo
tú de ciudad,

yo soy de abrazos
tú de distancias,

yo soy sin prisas
tú eres atacada,

yo soy de cama
tú de sofá,

yo soy de radio
tú de televisión,

tú y yo somos
salvo pequeñas cosas
el uno, del otro.

 

 

Felipe J. Piñeiro.